Aún recuerda el espectador el impacto que produjo en 1992 aquella ópera prima titulada Vacas, de un joven director vasco desconocido para el gran público que se llamaba Julio Medem, y que había hecho antes solo algunos cortometrajes. Fue el debú de un autor personalísimo, poseedor de un talento descomunal y de un mundo y un estilo tan singulares como potentes, y que caló de una manera tan honda en el mundo cinematográfico y en el público, que llegó para situarse en un puesto de honor en el podio de los directores más interesantes y de referencia del cine español de aquellos años.
Después siguieron en la década de los noventa títulos como La ardilla roja (1993), Tierra (1996) o Los amantes del Círculo Polar (1998), que le reafirmaron en su grandeza, y que ahondaron aún más en sus temas y en su manera tan vigorosa y tan valiente de contar y filmar. Existe el “sello Medem”, como existe el “sello Almodóvar” o el “sello Rossellini”, por citar algunos de los cineastas que son reconocibles ya narren lo que narren.
El Árbol de la sangre: Historias apasionadas y apasionantes
Y es que su cine es volcánico, suicidamente romántico, humano, pasional, muy poético; con personajes extremadamente sensibles y que se sumergen en el mar de la vida con todas las consecuencias. Además Medem es un gran creador de atmósferas, pasionalmente asfixiantes, con muchos elementos simbólicos y con una clara influencia también del mundo onírico, y quizá por momentos del surrealismo, y en las que el sexo tiene gran importancia como reflejo del mundo interior tan irrefrenablemente visceral y auténtico. Su estilo visual es vertiginoso, con planos e imágenes insólitas, impactantes, que no saben dejar indiferente. Su cine es siempre una experiencia para el espectador, una experiencia arrebatadora de pasión y de vida, de dolor y de muerte. Medem es Almodóvar, es Scorsese, es Nicholas Ray, es Hitchock. Pero Medem es Medem. Es puro cine de alto voltaje que arrasa como lava hirviendo los sentidos y la conciencia del espectador. Es un director imprescindible del que no hay que olvidar tampoco su faceta de escritor, de maravilloso y sólido guionista que escribe sus propias películas.
Y todo esto lo vuelve a comprobar el público en su último film El Árbol de la sangre, su décimo largometraje ya, en una narración extremadamente romántica, con rasgos folletinescos, que cuenta la historia de los miembros de dos familias que se interrelacionan, con un complejo entramado argumental, y que se mueven a puro golpe de emoción, de instinto, de corazones al límite.
El Árbol de la sangre no defraudará a los seguidores de este creador tan irrepetible, e interesará a todos aquellos que aún no se han acercado a la filmografía de este cineasta. Porque el film es un drama complejo, pero emocionante; es duro y melancólico, pero esperanzador; es por momentos trágico y amargo, pero, sin embargo, consigue que el espectador entienda el mensaje: la vida realmente vivida es la que nos hace libres; nuestra auténtica libertad reside en seguir a ciegas nuestros sentimientos.
Después de Habitación en Roma (2013), y de su estupenda ma ma (2015) en la que Penélope Cruz interpretaba a una enferma de cáncer, Medem regresa a las pantallas con un film hipnótico, frenético y terriblemente potente a la altura que se esperaba; y que, quizá, necesite de varios visionados para entender y disfrutar de toda la riqueza que contiene.
Año 2018.
España.
130 minutos.
Guion original de Julio Medem.
Fotografía: Kiko de la Rica.
Reparto: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri, Patricia López, Daniel Grao, Ángela Molina, Emilio Gutiérrez Caba, Josep María Pou.