Se esperaba como agua de mayo esta continuación, esta segunda parte de una de las cintas ya clásicas del séptimo arte y de la ciencia-ficción, de esa obra maestra del año 82 dirigida por el británico Ridley Scott y protagonizada por Harrison Ford y Sean Young, titulada Blade Runner, basada en la novela corta de otro genio de la literatura llamado Philip K. Dick.
Era evidente que tendría que llegar una nueva cinta, pero ha tardado más de la cuenta, se ha estrenado 35 años después. Y todos los cinéfilos estábamos saltando de alegría, felices, nos frotábamos las manos esperando ansiosos el día que pudiéramos entrar a la sala para sumergirnos en ese mundo futurista, oscuro, en el que no para de llover, triste, violento, deshumanizado y desalentador, y que tanto placer ha dado a los amantes del séptimo arte y de la ciencia-ficción, y que tanto ha influido no solo en el cine, también en la literatura o en la moda.
Y las buenas noticias que nos llegaban despertaban mucho más nuestro interés, ya que la cinta iba a estar interpretada por el estupendo Ryan Gosling, la bella Ana de Armas y también por el mismísimo Harrison Ford. Además, el director encargado era todo un aval de calidad y de talento. El canadiense Denis Villeneuve, hasta la fecha, había dirigido films más que notables e interesantes como Prisioneros, Incendies, Sicario o La Llegada, y mostraba todo un estilo personal, en el que mezclaba acción, reflexión, trascendencia y profundidad, siendo uno de los mejores directores actuales creadores de atmósferas.
Blade Runner 2049: una larga espera para la desilusión
Por todo esto, ya digo que los cinéfilos estábamos expectantes ante uno de los estrenos más importantes no solo del año, sino también de lo que llevamos de este nuevo y convulso siglo XXI.
Pero, lamentablemente, y como suele suceder con las segundas partes -aunque hay algunos casos en los que el resultado es positivo-, con esta Blade Runner 2049 tampoco ha habido suerte, nuestro gozo en un pozo, y la decepción es grande, y lo lamentamos mucho, pero mucho. Ojalá haya espectadores que opinen diferente, ojalá, pero lo que uno se encuentra en esta cinta de más de dos horas y media -Villeneuve suele hacer cintas siempre de largo metraje- es un film por debajo de lo que se esperaba, en el que el argumento resulta simple, sin peso, y hasta confuso en algunos momentos, y en el que el tedio va apoderándose del espectador y sin tardar mucho, y sin lograr una película de verdadera altura.
El director no crea verdadero interés, falta pasión, falta magia, y lo que pretende ser una nueva, profunda, metafísica y emotiva reflexión sobre la condición humana y sobre el poder salvador y redentor del amor, se queda en un intento no más que descafeinado que no emociona ni nos hace pensar, y ya sin hablar de ese “aire” melancólico y nostálgico -ese toque poético- que tanto nos gustaba en la primera cinta y que aquí ha desaparecido, no está por ninguna parte.
Sinceramente, es una tremenda desilusión. Y sé que volver a hacer una obra maestra es muy complicado, ya que es el fruto de muchos factores, aunque lo que se tiene que pedir, al menos, es que resulte una obra entretenida, pero tampoco se logra.
Pero, ya digo, ojalá muchos espectadores opinen todo lo contrario, y no aseguren, como yo, que lo más destacable de la cinta solo sea la cuidada factura visual.